13 mayo 2011


 Estoy en el parque, vos estás. Ahora, con mis piernas sobre el banco descascarado y algo húmedo, los brazos abrazan las rodillas juntándolas hacia mi pecho. Tus brazos, yo y mis pies. Pero ya sabías antes de elegir sentarte como lo hiciste – incomodidad, cierto. Fuerza y comienzo una vez más, el grande e inmenso proceso necesario de reacomodar mi cuerpo ( soy pequeña, decí que). Me ves, te reís y los ojos espían manos que tocan, como mirando a unas nubes amables que, redondas, parecen andar diciendo algo a alguien que pasaba, mirando de reojo sin sospecha de unas líquidas palabras que hubieran, si hubieses sabido ver, penetrado en tus mejillas.
   Estaba estirando mi espalda, acomodé el cuello retorciéndolo escuchando mis huesos gritar y paré. Vos dijiste, el pelo caoba, tu pelo cae como si fuese un sauce o yo dije vos, tu pelo y el sauce. Entonces puse mis pies bajo el banco y hamacándolos iba arrancando pastos a medida que el movimiento permitía el roce cercano y el tirón después, después se tiñeron las uñas de un verde intenso, un verde pasto y no un verde sauce, dijiste. Y tu voz sonó en el oído de una hormiga o la hormiga sanó al escucharte a vos. La misma hormiga colorada y apenas visible que trepando mis montañosos dedos decidía parar, como paré yo al parar la hormiga porque tuve que bajar a despegarla de mi pie.
   Quise subir mis piernas y ponerlas una bajo la otra, así como los indios, andan diciendo; y me distraje con las señas estrambóticas que venían desde unos labios abiertos como asombrados, que se tapaban a veces si y a veces no, por un movimiento de tu palma con sus dedos extendidos y apretados para concluir entonces en ese sonido onomatopéyico que decís o dicen, hacen o hacían ellos. No me senté, fuiste vos o aquello que creí ver al oír tu voz delante de mí. Delante de mi las gentes en el pasto, bajo árboles tupidos me señalaban. A mí, me señalaban la distancia. No a mi, sino la distancia, la lejanía del cielo abierto puro celeste. Yo miré. Vos ya mirabas. En ese punto indiviso te mantenías y ensimismada tartamudeabas: poniendo las manos en la nuca decías: con mis pies calmos en el pedacito de tierra sin pasto, esos labios finísimos repetían: vueltas y giros sin fin en las bocas tuya y mía, anudadas, envueltas, estrelladas como tramos enhebrados en ese punto lindante de tu lengua o de mi voz, se partían, te partías e invitabas, sedienta de azulados verdores a un cielo con su tono rizado que no opacaba el rojizo color del sauce al caer sobre tus hombros.
   El banco, ya empapado, crujía. No sólo él. Yo crujía temblorosa por tus llantos. Su llanto, el depresivo y desgastado y olvidado banco del parque en que vos saltabas, antes, acostada yo, vos con ojos de risa en el banco ya de noche, sin colores y la sonrisa en blanco y negro.

0 comentarios:

Publicar un comentario